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  3. La aldea militar. Una etnografía del estado de sitio

La aldea militar. Una etnografía del estado de sitio
Military Village: An Ethnography of Martial Law

Yuri Alex Escalante Betancourt
Miembro de la Red Latinoamericana de Antropología Jurídica
yuriescala@yahoo.com.mx

Resumen: El antropólogo no sólo sueña con poseer una aldea culturalmente virgen, sino que cuando llega al campo, aunque la realidad etnográfica esté violentada o desestructurada, busca la manera de ordenar y dar coherencia al caos reconstruyendo el sistema de significados profundo, obviando con frecuencia los efectos del colonialismo y la dominación. Normalizamos lo anormal. ¿Qué ocurre en cambio con los sujetos que viven la opresión y la persecución de manera cotidiana? ¿Cómo registran el estado de sitio y las fuerzas de ocupación que se establecen en sus territorios? ¿Qué pasa en los imaginarios y en los estados oníricos de las personas que viven este acuartelamiento? Parte de esos efectos paranormales son narrados en las siguientes páginas a partir de una experiencia de recolección de relatos míticos y observación de la ocupación militar presente en el inconsciente colectivo de los odam de Durango.
    
Palabras clave: aldea militar; realidad etnográfica; violencia; pueblo odam.

Abstract: Anthropologists not only dream of studying an untouched village, but when they go to the field, although their ethnographic reality may be distorted and unstructured, they find ways to order chaos, reconstructing systems of deeper meanings, often overlooking the effects of colonialism and domination. We normalize the abnormal. However, what happens to subjects that experience daily oppression and persecution? How do they register martial law and military forces occupying their territories? What happens in the imaginary, in the dreams of people who experience this occupation? Some of these paranormal effects are narrated in the following pages based on an experience of memory of mythical accounts and observation of military occupation in the collective unconscious of the Odam (Tepehuan) of Durango.
    
Keywords: military village; ethnographic reality; violence; Odam people.

Fecha de recepción: 10 de abril de 2019
Fecha de aceptación: 20 de febrero de 2020

El sueño de todo antropólogo (¡y vaya que la antropología se parece mucho más a un ejercicio de ensoñación que a trabajar en campo!), se cumple una vez que ha logrado encontrar su aldea virgen. En teoría, la aldea virgen es un lugar alejado del mundo que conserva costumbres exóticas. Ahí, el investigador buscará el significado profundo de la cultura viviendo como parásito largas temporadas de tiempo. A ese sueño lo llamaremos la ilusión de la isla malinoswkiana.[1]

En la práctica, la ensoñación muy pronto se convierte en una pesadilla. La dichosa aldea, por muy alejada que se encuentre, está alterada o intervenida por la dominación colonial, estatal o del capital ¿Qué diferencia hay? Y el antropólogo, aunque lo niegue, pertenece, proviene o es asociado con esa imposición. Resultado: lo reciben como un apestado, le aplican la ley del hielo y sabotean su trabajo de investigación. Para superar esa adversidad, debe negociar, truequear o sobornar su estancia. En circunstancias así, tiene que actuar más como un cazador furtivo y depredador de datos que como un inocente observador participante. Aplica todas las mañas metodológicas para lo cual fue entrenado, logrando que tarde o temprano se derrita el hielo y penetre en la selva de los símbolos de la aldea conquistada.

Logrado tal propósito, de nuevo el etnógrafo vuelve a las andadas e induce el primero sueño de poseer una aldea virgen. Ese paraíso etnográfico en el cual saciar el libido de la pureza cultural... Aunque la evidencia diga que existe guerra y expoliación, procede a elaborar una descripción coherente, sistémica y estructural de su organización política, del mito o del todo social, omitiendo la violencia desestructuradora. Cree en la inmaculada concepción de la “anarquía ordenada”, concepto funcinalista creado por Evans Pritchard, no obstante que a su alrededor mataban a funcionarios del gobierno inglés. Por ello, a este sueño inducido lo llamaremos la ilusión del continente pritchardiano.[2]

Dicho lo anterior, vale comentar que había una vez un estudiante de la Escuela Nacional de Antropología (recuerdo que era yo), que en 1987 visitó por primera vez la región tepehuana. El estudiante iba soñando despierto, ilusionado con encontrar una aldea malinoswkiana. Quería conocer la cosmovisión y la mitología de los odam, un pueblo enclavado en las inmediaciones de la sierra Madre Occidental de Durango. Pero aún no acababa de llegar al primer caserío del pueblo de Saan Francisco Ocotán cuando la ensoñación de la isla malinoswkiana se convirtió en una pesadilla del continente pritchardiano.

En efecto, luego de doce horas de viaje por terracería, ilusionando de encontrar un tesoro etnográfico, no había ninguna alma con quién conversar. Sólo armas y un destacamento del ejército acampando en el patio del albergue escolar. ¿Y eso? Pues pasó que los aldeanos huyeron al monte atemorizados por la presencia de los militares enviados a erradicar plantíos de amapola. En la aldea permanecían únicamente maestros, empleados y niños del albergue. Pero como si no lo estuvieran, pues eran renuentes a opinar o dialogar. Mudos ante el temor de ser inculpados o amenazados.

En consecuencia, no pude recolectar los anhelados mitos de creación. Sin embargo, sí comenzaron a aparecer relatos de persecución y destrucción. Sucedía que al caer la noche, en el albergue donde también nos quedamos, luego de que los uniformados regresaban de sus actividades, el comandante se acercaba a nuestra fogata para platicar los incidentes de la jornada. Campos de amapola arrasados; ranchos de tepehuanos allanados; armas de los narcos decomisadas; territorios de los carteles recuperados... Así que el diario de campo comenzó a tomar la forma de un parte de guerra y no la narración de mitos y leyendas.

A la tercera noche, al calor de los tragos de sotol, el comandante comenzó a sincerase. Mostraba semillas de amapola y armas incautadas. Enseguida aclaraba: “La droga recolectada es para los jefes. Las armas para ‘Miguel’. Sino, cómo me hubiera comprado mi Gran Marquís”. Y aquellos que habían ofendido a la tropa debían pagarlo caro; sin pena ni preocupación mostraba la lista de quienes debía localizar y capturar. Entre los nombres apuntados sobresalían muchos apellidados Soto. Luego, como mi compañera también se apellidaba Soto, le advertía con cierto sarcasmo: “Un día de estos la voy a tener que encuartelar, jajaja”.

Así que lejos de hacer una descripción densa de lo sucedido, como aconseja Clifford Geertz,[3] no logré sino una estadía y descripción tensa. Todo lo contrario a la saga geertziana sobre la pelea de gallos. Como nos ocurre a la mayoría de lo antropólogos, el gurú de la interpretación cultural fue rechazado en un principio por sus nativos. Geertz, antes de poder interpretar, fue interpretado como un agente extranjero y nadie le dirigía la palabra; sin embargo, cierto día, un comando policiaco incursionó en la aldea donde él se encontraba con el fin de desmantelar los palenques de gallos y evitar las apuestas prohibidas por el gobierno. Enterados con antelación de este operativo, la gente del lugar finge demencia y actúan como en un día común y corriente. Incluso sientan al antropólogo en una mesa simulando que le proporcionan información. Santo remedio. Al ser cómplice del engaño que el poblado aplicó a las fuerzas públicas, a partir de entonces al investigador se le abren las puertas y logra la empatía con el vecindario. El extraño se hace uno de ellos y encuentra el sentido profundo de la cultura local. ¡Ah!, pequeño detalle. Los policías, esos visitantes asiduos de las aldeas colonizadas nunca más vuelven a aparecer en la escena de la descripción etnográfica. ¡Brujería antropológica, que con la magia interpretativa, hace desaparecer el continente pritchardiano para que surja la isla malinoswkiana!

Pero en mi caso, por el contrario, no sólo fue imposible omitir a los soldados de la “realidad etnográfica”, sino que comenzaron a aparecerse hasta en los sueños. Literal. El ejército estaba ahí en todo momento, de manera real o virtual. En el pasado o en el presente. En San Francisco Ocotán y en las demás aldeas tepehuanas.

Luego de que recibimos el “atento aviso” del comandante militar, al día siguiente emprendimos la retirada y nos trasladarnos a Santa María Jucter. A diferencia de la comunidad anterior, en este lugar sí fue posible hacer entrevistas. Pero aunque el ejército no estaba ahí físicamente, rifles y soldados aparecieron otra vez en la escena. Al preguntar sobre cómo se creó el mundo, quién lo hizo, cuándo llegaron los primeros pobladores, etcétera, aseguraron que unos osos fueron los primeros dueños de la tierra y éstos no dejaban que los humanos vivieran con ellos, hasta que fueron exterminados con escopetas. Otras personas decían que los sapos fueron los habitantes originarios y que fueron quienes trajeron las lluvias, pero desparecieron con la tala del bosque.

Las armas, guerra, destrucción y muerte, no la creación de la vida, comenzó a ser la constante en las narrativas de origen hasta en los lugares más inesperados. Por ejemplo, al entrar al templo de Santa María, en el primer nicho donde uno espera encontrar la imagen de un santo, estaba colocado un cráneo humano. Alrededor de él habían flores, veladoras y monedas depositadas como ofrenda. Emocionado, supuse se trataba de algún héroe fundador o una reminiscencia de los bultos mortuorios que veneraban los mexicas... y comencé el ataque de preguntas tratando de develar los misterios cosmogónicos.

Respuesta: “Es un santo que peleó contra los soldados del gobierno en la época de los cristeros. Le pedimos favores para curarnos o encontrar un animal perdido. Es muy milagroso”.

—¿Pero cómo se llama? ¿Qué milagros hizo?

—No sabemos su nombre. Dicen que estaba enterrado en el atrio de la iglesia y luego lo pusieron adentro.

Más frustración y más reiteración de soldados. La aldea idílica, virgen y pura, se diluía en una mescolanza de tiempos y espacios. Lo que parecían ser los restos un antepasado común, una representación de dios creador o qué sé yo, se convertía en un personaje reciente de la historia nacional, un soldado del catolicismo luchando contra las huestes del gobierno. Una leyenda actual, no de la creación original.

Esta pesadilla castrense se reveló con más vehemencia cuando estuve en la comunidad de Taxicaringa. A la pregunta de: ¿Quién fundó este pueblo? ¿Existe un cuento sobre su origen? ¿Un diluvio?, bla, bla, bla, contaron:

—Bueno, en aquellos tiempos había muchos changos en este lugar que no dejaban vivir a los cristianos. Entonces un día bajó por la vereda de la montaña un señor vestido de blanco, montado en su caballo, y con sus rayos de luz mató a muchos de ellos. Otros salieron corriendo y ya no regresaron. Fue entonces que los poblanos comenzamos a vivir aquí.

—¿En el principio unos changos? ¿No eran osos? ¿Existían changos en esta región? ¿Me puede explicar mejor?

—Sí, los changos estaban aquí antes que nosotros los cristianos. Fue cuando se fundó la iglesia.

Ni hablar. Me doy. Quedé convencido de que era otra vez una leyenda reelaborada bajo la influencia de la evangelización. Lo que tal vez fue un mito sobre los primeros humanos o monos de las eras prehispánicas descritos en la Leyenda de los Soles y del Popol Vuh, ahora aparecían incorporadas a la milagrería del cristianismo.

Vuelto a casa, asumí que esos ejércitos mundanos y batallas sagradas habían quedado atrás; mas cierto día, por casualidad conté el relato de los changos y el hombre luminoso a mi paisano Antonio Avitia. ¡Y se hizo la luz! Conocedor a detalle de la Guerra Cristera, aseguró que la muerte y expulsión de los changos (—¿No sabías que a los soldados también se les dice changos?—, aclaró), aludía de manera inequívoca a la masacres que sufrió el Ejército Mexicano a manos de los tepehuanos en 1935. Destacaba entre otras la batalla del cerro de los Chachamoles, donde murieron 400 pelones; después la del Mezquital, con cerca de 200 soldados abatidos, y por último en Agua Zarca, donde cayeron 150, luego de lo cual el perpetrador, Federico Vázquez, se resguardó en Taxicaringa.

La humillación de las fuerzas militares fue tan grande (se cuenta que las tropas de los cristeros encalzonados llegaron a merodear la capital del estado de Durango), que se llegó al punto de que el presidente de México, el general Lázaro Cárdenas, autorizó el bombardeo y arrasamiento de las aldeas de la sierra que se habían levantado en armas.[4]

Un pasaje apocalíptico sobre los ataques de la fuerza aérea mexicana a los pueblos serranos lo ofrece Antonio Estrada en su novela autobiográfica, narrando la diáspora forzosa que puso fin a la rebelión:

Altagracia lavaba en una poza, cuando de repente oímos como si alguien pegara de palos a una caja vacía. Corrimos a asomarnos al fondo de la quebrada. En eso nos golpeó el sentido un ruidazo que hacía temblar todo el cerro. Al voltear, ya teníamos de frente un avión prieto, de dos alas cuadradas y con cruces de calabrotes. Venía más bajo que nosotros, y al girar en el vacío, casi rozó la picachera y lo pudimos mirar por encima. Un instante después, ya lo oíamos traquetear por todo el plan, ametrallando y aventando bombas. Enseguida de nuevo el zumbido. Entonces el avión nos fue rodeando por encima, casi testereando la punta del pino solitario que nos daba sombra. En cada canteada, mirábamos las cabezas de los pilotos al tamaño de la ollita del cocido. El artillero sacó más al aire la ametralladora y nos comenzó a apuntar. Unas cuantas balas picaron la tierra por aquí y por allá. Nosotros seguimos a la corre y corre alrededor del pino, chillando y gritándole a Diosito socorros, y siempre al parejo de las vueltas del avión. Fue un ratito que parecía nunca acabar. Luego se regresó al llano, a seguir golpeando donde creía ver rebeldes, como no paraban de hacerlo otros dos. No nos reponíamos del Jesús bendito en la boca, ni del sacudimiento de todo el cuerpo, cuando ese cacho de sierra retumbó con un tronidazo que nos dejó aturdidos. De junto al Estribo, subía una culebra gruesa del humo renegrido y espeso, hasta tocar la misma panza de las nubes de tormenta. - Sabe Dios lo que habrá sido. El caso es que siempre nos han de caer a nosotros. Hasta los aviones. Sea por Dios.[5]

Así que las huellas de la militarización en la memoria viva de los tepehuanes no eran producto de la evangelización ni de la imaginación, sino una explicación real y efectiva del verdadero inicio de sus tiempos presentes, marcada y condensada en los efectos de la Guerra Cristera. Había que irse acostumbrando entonces a encontrarla en los relatos fundacionales, pero también en los acontecimientos cotidianos e incluso en los sueños.

En subsecuentes visitas a la sierra, en relatos y bibliografía, se hizo natural encontrar referencias a la llamada Segunda Cristeada y a los resultados de la incursión militar. Por ejemplo, durante el ritual del mitote se ondea una bandera con la cruz de los cristeros y se recitan cantos en alusión a la rebelión, como se puede ver en las fotos del libro de Benítez.[6] Además, en los cordones de la sierra por donde huían los tepehuanos a los Altos de Jalisco, la gente ha encontrado ojivas de bombas sin explotar y restos de las avionetas derribadas que tan vivamente cuenta Estrada. Y por si no fuera suficiente, en la interpretación de las enferemedades, curanderos y pacientes ven en los sueños a los militares como síntoma del mal...

Hay, por decirlo así, toda una etiología (que no mitología) de los padecimientos castrenses. Otra nueva oportunidad para seguir conociendo esta obsesión castrense de los tepehuanes se me presentó en 1990, cuando regresé a la sierra contratado por el Centro Coordinador Indigenista de Santa María Ocotán. Me repetía a mí mismo que los clásicos no podían estar equivocados. Debía encontrar el orden en el caos, la armonía en la anarquía, lo sistemático en este reborujo de ejércitos.

Pero, ¡oh, maldición!, apenas me incorporaba al trabajo indigenista cuando se declaró una epidemia de sarampión en la región tepehuana. Instituciones de salud, ejército e instituciones acudimos para atender a los pacientes, brindar seguridad y trasladar enfermos y cadáveres. Esto último fue nuestra labor principal, porque pocas personas se animaban a ser auxiliados por el ejército. Su presencia recordaba malas experiencias. Además, un periodista local lanzó la hipótesis de que la inusual epidemia era causa de la fumigación aérea de los campos de amapola por parte de la Secretaría de la Defensa.

Será el sereno. Pero la mortandad reactivó los dispositivos de protección acostumbrados por los odam. Ellos estaban convencidos de que la enfermedad era producto del abandono de la tradición y el olvido de los antepasados. En este sentido, los chamanes alientan la celebración de los mitotes comunales y familiares; se invita a que los parientes participen en la despedida o corrida del alma de los difuntos y se realizan por doquier ceremonias para curar el cochiste.[7]

En medio de todo ese pandemónium y sus rituales de aflicción, me encontré por el monte a un curandero. Como observó mi cámara fotográfica, me pidió que le sacara unas fotos durante la curación que haría a unos muchachos. —¿De qué están enfermos?, pregunté. —De cochiste —contestó—; soñé con muchos lugares para saber qué fue lo que les pasó. Andan asustados por los guachos. Tuve que buscar a estos soldados muy lejos. Viajé con ellos en su helicóptero para pedirles que soltaran a los muchachos. Les pedí que los dejaran en paz.

Así las cosas, hilando esta serie de eventos, me doy cuenta de que la estancia histórica y permanente de las fuerzas de ocupación (pues se trata de una ocupación permanente, efectiva y afectiva) va normalizándose e internalizándose hasta capturar el imaginario de los padecimientos. En las ensoñaciones y representaciones mentales un guacho o chango, son sinónimo de contaminación y morbilidad. Luego, el viaje chamánico también se readapta a las nuevas circunstancias para buscar negociar el retorno de la salud en lo alto de las aeronaves. Hacer diligencias espaciales para restablecer la salud del doliente, pues la ocupación física se ha convertido en ocupación psicológica. La obra duradera se ha realizado al pasar de la conquista del territorio y de los cuerpos a la colonización de la mente y de los sueños.

El antropólogo Antonio Reyes confirma esta colonización del espacio onírico en su estudio sobre el chamanismo tepehuán y la relación que existe entre soldados/serpientes/enfermedad: “Si un animal está detenido con un lazo, si hay soldados, no son soldados sino víboras. Yo les pregunto si no pasó por ahí el animal. En el primer punto me detienen y ahí preguntan: —¿Qué buscas? Yo respondo que un toro. —¿Traes factura?, me dice. Respondo que sí y me dejan pasar”.[8]

De igual manera, el antropólogo tepehuán Honorio Mendía[9] apunta que soñar con militares que te detienen y te llevan en sus camionetas es un síntoma que se interpreta como enfermedad, pues capturan tu alma. Ya sea retén o levantón, queda implícito que se trata de la detención de una entidad anímica que es llevada a un lugar de mal hado, lo cual significa que el chamán tendrá que negociar su libertad mediante ofrendas y ruegos. Es aquí que el curandero utiliza su capacidad como intermediador y experto en la interpretación de los sueños. A decir de los odam, es como un abogado que concreta las diligencias necesarias para liberar al paciente, pues el mundo del navat (del extraño invasor) es el mundo del peligro y aprisionamiento.

La militarización y la ocupación se convierten entonces en un continuum de persecución y asimilación violenta. No el sentido de aculturación que va de lo folk a lo urbano, como lo pensaban los teóricos de la antropología estadounidense, sino al revés, de lo urbano que se traslada e impone en los pueblos, colonizando y hegemonizando territorios y mentalidades.

Todas estas historias de ocupación y persecución no hacen sino recordarnos a Frantz Fanon,[10] pues nadie evidenció de manera tan clara las secuelas del colonialismo y la violencia en las mentes del conquistado. El autor de Los condenados de la tierra mostró con casos clínicos cómo la explotación económica y la dominación política son incomprensibles si no se considera la posesión de los cuerpos y las mentes. La persistencia de la violencia física y muscular, afirma, se torna idea o concepto, se introduce por la epidermis y se manifiesta en trastornos sicosomáticos. El último capítulo de su libro, poco tomado en cuenta por los lectores, es la parte más cruda e ilustrativa de la opresión y ocupación castrense convertida en psicosis y locura.

Sonámbulos, zombis, posesos, hipnotizados, exorcizados llegan a su consultorio. La nuda vida y sin derechos de los campos de concentración analizada por Giorgio Agamben[11] está incompleta si no se toman en cuenta los monstruos y demonios desatados en la mente del colonizado. Días trasnochado, obsesionado con la imagen del asesino de tu hijo; el recuerdo y el temor de que volverán a violarte o la inevitable sugestión de tener tras tus espaldas de nuevo al torturador. El estado de excepción hecho estado de posesión. El estado anormal hecho normal, o mejor dicho, paranormal.

Justo así lo plantea Eduardo Viveiros de Castro cuando escribe sobre lo normal y lo sobrenatural: “Que o verdadeiro equivalente da categoría indígena do sobrenatural, nao sao nossas experiencias estraordinarias ou paranormais, mas sim a experiencia quotidiana, totalmente aterrorizante em sua normalidade, de existir so bum Estado”.[12]

Es decir, que lo verdaderamente sobrenatural no son los encuentros con seres fantásticos, los cuales aparecen como algo plausible, digerible, sino la experiencia cotidiana y aterrorizante de la normalidad de coexistir con el Estado, de vivir en un estado de sitio permanente.

El estado de sitio territorial y psicológico comienza como metodología o pedagogía de la opresión y termina como patología y trastorno. Por ello para Fanon la descolonización no fue tanto una guerra de liberación como una pandemia psicotizante. Pero llevando más allá la tesis de Viveiros de Castro, podríamos decir que, mientras los agentes del Estado viven la ocupación y represión como el cumplimiento de la ley y la implantación del Estado de derecho, los odam lo viven como un retorno al estado de naturaleza salvaje, manifiesto en la presencia de entidades anímicas armadas y uniformadas. Sueños que se interpretan como fuerzas amenazantes y llenas de maldiciones. Changos o guachos que los vigilan y los castigan, desplazando a los antiguos guardianes y dueños del lugar que se aparecían en los caminos, por retenes de soldados destacados en las encrucijadas de los caminos, acechándolos para levantarlos en sus camionetas o llevárselos en sus helicópteros.

Y cuando los tepehuanos despertaron del cochiste, los soldados seguían ahí.


[1] Bronislaw Malinowski, Los argonautas del Pacífico occidental (Barcelona: Altaya, 2000); es el autor de uno de los clásicos de la investigación de campo desarrollada en las islas Trobiand.
[2] Edward Evan Evans-Pritchard, Los nuer (Barcelona: Anagrama, 1997).
[3] Clifford Geertz, La interpretación de las culturas (México: Gedisa, 1987); Geertz propone una descripción para encontrar los significados, propósito de la interpretación cultural.
[4] Los interesados en conocer los incidentes de la llamada Segunda Cristiada pueden consultar: Antonio Avitia, El Caudillo Sagrado. Historia de las rebeliones cristeras en el Estado de Durango (México: Impresos Castellanos, 2000).
[5] Antonio Estrada, Rescoldo. Los últimos cristeros (México: Jus, 1961).
[6] Fernando Benítez, Los indios de México, Tomo V. (México: Era 1981).
[7] El cochiste, seguramente de etimología nahua y alusiva al sueño, es un padecimiento caracterizado por el desgano y falta de apetito.
[8] Antonio Reyes Valdez, “Soñar para curar. Las imágenes oníricas en el chamanismo tepehuán”, en Los sueños y los días. Chamanismo y nahualismo en el México actual, coord. por Miguel Bartolomé y Alicia Barabas (México: INAH, 2013).
[9] Honorio Mendía Soto, “La justicia oral y comunal: el caso de los tepehuanos del sur” (tesis de maestría, Universidad Autónoma de Querétaro, 2016).
[10] Frantz Fanon, Los condenados de la tierra (México: FCE, 1980).
[11] Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida (Valencia: Pre-textos, 1998.
[12] Eduardo Viveiros de Castro, “O medo dos outros”, Revista de Antropología 54, núm. 2 (2011), acceso el 17 de abril de 2020, http://www.revistas.usp.br/ra/article/view/39650/43146.

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Narrativas Antropológicas, primera época, año 6, número 11, enero-junio de 2025, es una publicación electrónica semestral editada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, Secretaría de Cultura, Córdoba 45, col. Roma, C.P. 06700, alcaldía Cuauhtémoc, Ciudad de México, www.revistadeas.inah.gob.mx. Editor responsable: Benigno Casas de la Torre. Reservas de derechos al uso exclusivo: 04-2019-121112490400-203, otorgada por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la ultima actualización del número: Iñigo Aguilar Medina, Dirección de Etnología y Antropología Social del INAH, Av. San Jerónimo 880, col. San Jerónimo Lídice, alcaldía Magdalena Contreras, C.P. 10200, Ciudad de México; fecha de última actualización: 10 de enero de 2025.

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