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La Cuarta Transformación en el campo cultural: entre sueños y pesadillas

Maya Lorena Pérez Ruiz
Dirección de Etnología y Antropología Social, INAH
 mayaluum@gmail.com

Fecha de recepción: 22 de marzo de 2019
Fecha de aceptación: 19 de marzo de 2020

Presentación

Este breve texto fue presentado como ponencia el 28 de febrero de 2018, en el Coloquio 80 Aniversario del INAH. Diálogos y Reflexiones Interdisciplinarias en Antropología, en la Coordinación Nacional de Antropología, Ciudad de México. En él se propone reflexionar sobre los retos de la Cuarta Transformación, impulsada por el actual presidente de la República Mexicana, Andrés Manuel López Obrador, en el campo cultural mexicano. En esta versión para Narrativas Antropológicas se han incorporado únicamente los párrafos referentes a las dos iniciativas presentadas por el grupo parlamentario de Morena, las cuales afectan directamente la protección de las culturas, los conocimientos y las expresiones culturales indígenas y de las llamadas culturas populares o tradicionales.

El escenario

Luego del triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador que lo condujo a la Presidencia de la República, se afianzó la posibilidad de que, con el apoyo de amplios sectores de la población, se echara andar la Cuarta Transformación del país, con el fin de recuperar las riendas del Estado para que actúe en beneficio de las mayorías, propiciando la justicia y la equidad. Así que muchos nos congratulamos ante la posibilidad de que se generase un cambio sustantivo en la política cultural del Estado mexicano. Y es frente al reto de proyectar nuevas maneras de gestar y ejecutar las políticas públicas, y de establecer su rumbo, que importa debatir el tipo de país, de Estado y sociedad que el gobierno actual se propone construir, o re-construir, luego de la debacle múltiple a la que nos han llevado casi cuarenta años de neoliberalismo.

El escenario no es sencillo, y en el torbellino de declaraciones y acciones con las que nos despertamos cada mañana, se perciben las tensiones propias de un momento en que múltiples actores, desde diversas perspectivas e intereses, depositan en la Caja Oscura de lo que debe ser la Cuarta Transformación sus mejores sueños, pero también el temor de que se cumplan sus peores pesadillas.

Para algunos actores la Cuarta Transformación debe fortalecer un Estado y una sociedad: democrática e incluyente en lo social; justa y redistributiba en lo económico, y plural y diversa en lo cultural. Para otros, lo que debe prevalecer es la continuidad de las políticas previas, que a nombre del flujo libre de capitales (que no de mano de obra) garantice el control y el usufructo privado de los recursos estratégicos del país, así como de sus bienes culturales y patrimoniales. Mientras que otros lo que pronostican —y tal vez promuevan— es el apuntalamiento de una política asistencialista en todos los ámbitos de la vida social, que disminuya las aristas peligrosas de la desigualdad y de la violencia a que ha conducido el modelo de desarrollo neoliberal, pero sin una tansformación sustantiva de éste. Nosotros, como investigadores, debemos identificar esas tendencias, y como ciudadanos, optar por la que consideremos pertinente para deslindarnos así, de las que no compartimos.

De las instituciones fundantes y las presiones sobre su mercantilización

Durante el siglo XIX y los inicios del XX México enfrentó el reto de consolidarse como un Estado nación en un contexto difícil, en donde se forjaba como país independiente y debía crear unidad entre su población, diversa en culturas e identidades, e involucrada en luchas sociales de muchos tipos. En nuestro país, después de la Revolución, la política cultural se fincó en cuatro instituciones sustantivas: la Secretaría de Educación Pública (SEP), fundada en 1921, para llevar la educación pública a todos los mexicanos; el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), creado en 1939, para proteger su memoria histórica y su patrimonio cultural; el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), en 1947, para inscribir a México en la producción cultural mundial, y el Instituto Nacional Indigenista (INI) de 1948, para integrar a los indígenas a la sociedad nacional. Instituciones que hasta hoy se han ido actualizando en respuesta e interacción con los movimientos sociales internos y las presiones del mundo cada vez más interconectado. A tal punto se han transformado, que las pretensiones de integración, homogenización cultural y castellanización forzada dieron paso a las perspectivas vigentes sobre pluralidad tanto cultural como lingüística y sobre interculturalidad. Además, se crearon nuevas instituciones, como las dedicadas a las culturas populares, y se transformaron otras, como sucedió con el INI, que dejó de existir en 2003 para convertirse en la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), que a su vez desapareció en 2018, para dar lugar al Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI).

En el presente, por tanto, se le asigna un nuevo sentido a los componentes de la identidad nacional y de las políticas culturales, sobre la base de la diversidad cultural, el plurilingüísmo y el respeto a los derechos indígenas, humanos y culturales. Perspectiva que no deja de ser conflictiva, ya que en algunos aspectos, ello va en sentido opuesto al grueso de las políticas nacionales, donde predomina un modelo de sociedad/consumo, impulsado en México desde 1982, cuando, desde el eufemismo del adelgazamiento o la reforma del Estado, se dio un giro hacia la desregulación estatal; permitiendo la entrada de capitales privados en ámbitos estratégicos, antes bajo control del Estado, entre los que quedaron incluidas la educación y el ámbito cultural. Ámbitos de importancia fundamental para la cohesión social y el fortalecimiento de la pertenencia y la lealtad hacia la nación mexicana.

Así, bajo el paradigma dictado desde ámbitos internacionales en apoyo a la gobernanza global, que señala que las culturas y el patrimonio cultural deben ser recursos para el desarrollo económico, se ha debilitado el Estado mexicano para conducir con autonomía las políticas culturales. De allí que sea débil para cumplir con su responsabilidad en la producción y amplia distribución de bienes y servicios culturales, proteger el patrimonio cultural de la voracidad de los capitales privados, así como para garantizar la reproducción de la diversidad cultural, mediante el pleno derecho de autonomía y libre determinación de los pueblos indígenas, afrodescendientes y equiparables. Ello se evidencia en la compleja, confusa y contradictoria legislación para hacer efectivos los derechos de autonomía y libre determinación de esos pueblos, así como en la actual legislación cultural, que se ampara en su obligación de brindar bienes y servicios culturales en demérito de clarificar, y legislar con precisión, lo que debe ser su tarea para garantizar que los mexicanos podamos ejercer con plenitud nuestros derechos culturales. La merma de las instituciones culturales fundantes de la nación mexicana, como el INAH y el INBA —que por ley son educativas y no lucrativas—, se expresa: en la creciente presión de la iniciativa privada para hacerse cargo de sus tareas sustantivas; en los exiguos salarios para el conjunto de los trabajadores de la cultura; en el alto número de trabajadores por contrato que carecen de seguridad laboral, así como en el deterioro constante de las condiciones de trabajo para todo su personal. Situación que debería ser atendida obligatoria y prioritariamente por el actual Estado mexicano (en el ámbito Legislativo, Ejecutivo y Judicial) para darle coherencia y un sentido real de justicia social a la Cuarta Transformación.

De las trampas de las legislaciones el reconocimiento de derechos

Sobre la legislación actual, y la que se promueve como parte de la Cuarta Transformación, lo que importa es preguntarse sobre su orientación. Es decir, si las leyes actuales y las nuevas que se proponen apuntalan, o no, un proyecto de nación autónomo y no dependiente ni subordinado a las políticas globales de gobernanza mundial, que hasta hoy se han caracterizado por favorecer el desarrollo del capitalismo en su fase neoliberal; y donde incluso los instrumentos de protección de la diversidad cultural y del patrimonio cultural, material e inmaterial, están subordinados a los instrumentos económicos y a las políticas dictadas desde la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional, y el Banco Mundial, entre otros organismos de alcance global. En nuestro país, por ejemplo, la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial, aprobada por la UNESCO en 2003, y ratificada por México en 2005, no puede estar por encima, ni revertir los acuerdos, de un tratado de libre comercio, aunque éste atente en contra de la diversidad cultural y disminuya la soberanía del Estado mexicano en materia de producción cultural.

Y qué decir de los instrumentos de protección del llamado patrimonio inmaterial, que desde la UNESCO fortalecen aquéllos de fomento al desarrollo económico y el turismo así como la innovación de la ciencia y tecnología. Allí, por ejemplo, el reconocimiento de la importancia de los conocimientos y las tecnologías de los indígenas y comunidades locales/tradicionales se ponen al servicio de una “humanidad”, en abstracto, sin que se consideren asimetrías ni relaciones de poder entre éstos y las sociedades del conocimiento —éstas últimas dedicadas a fomentar la alianza entre Estados, universidades y empresas privadas para la innovación y el desarrollo—; y sin que dicho reconocimiento se acompañe de legislaciones e instrumentos que de verdad protejan a los pueblos del saqueo y de la expropiación de sus conocimientos, tecnologías y recursos genéticos, para fines lucrativos de actores privados.

Es cierto que diversas agencias del sistema de Naciones Unidas se han abocado a crear principios, acuerdos y directrices para proteger los derechos de los pueblos indígenas y sus sistemas de conocimiento (llamado por estas instancias como conocimiento tradicional). Dos de estos instrumentos, vinculantes, cabe señalar, para México, son el Convenio sobre la Diversidad Biológica, adoptado el 22 de mayo de 1992, en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo,[1] y el Protocolo de Nagoya, adoptado el 29 de octubre de 2010, en la Décima Conferencia de las Partes (COP-10);[2] ambos instrumentos interesados en el conocimiento tradicional asociado a los recursos genéticos y en regular la participación de los pueblos indígenas y comunidades locales/tradicionales, en los beneficios que se deriven de su utilización. Sin embargo, como lo han señalado varios analistas, esos instrumentos tienen varias deficiencias, entre ellas, y la más grave —desde mi perspectiva— es que la protección del conocimiento tradicional se condiciona a ponerle precio al conocimiento para poder venderlo.[3] Es decir, su protección debe pasar por transformar un bien común en una mercancía, lo que significa ponerle dueño (individual o colectivo) a algo que, como el agua, el aire, el territorio y el patrimonio cultural de un pueblo, jamás debería tenerlo.

De la necesidad de cumplir con nuestra tarea analítica y propositiva

La reflexión a propósito de la perversidad que significa proteger algo por la vía de ponerle precio —que expresa la prístina lógica del capital— debería estar presente cuando dentro de la Cuarta Transformación se legisla y se establecen políticas culturales y programas de gobierno, supuestamente encaminados a proteger e impulsar la cultura, la diversidad y el patrimonio de nuestro país, en cualquiera de sus manifestaciones, y, al mismo tiempo, se propone usarlos como palanca para el desarrollo; sin romper con la lógica del capitalismo neoliberal que, a pesar de los discursos de nuestro presidente, todavía existe con fuerza en nuestro territorio, como marco operativo, como prácticas privadas y públicas, como propósitos de política y como ideología.

A partir de esa reflexión deberían analizarse, por ejemplo, las propuestas que Alejandra Frausto ha divulgado como programa para la Secretaría de Cultura bajo su cargo, que no sólo no rompe con la Ley General de Cultura y Derechos Culturales, aprobada en 2017, durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, sino que apuntala su intencionalidad y sus objetivos. Como ejemplo sólo hay que constatar el programa de distribución de vales culturales para garantizar el amplio acceso de la población a “la cultura”, el cual es en realidad una propuesta de los operadores culturales de ese presidente. Además, dicho programa, que pregona “el poder de la cultura#, reproduce el lenguaje confuso de dicha ley, al hablar del “acceso a la cultura” (como si sólo existiera una cultura escrita con mayúsculas); al no diferenciar, en términos conceptuales y de política pública, los derechos culturales con el acceso a los bienes y servicios que presta el Estado; y al deducir que la diversidad cultural se justifica, impulsa, protege y salvaguarda mediante su comercialización, bajo el eufemismo de hacerla producir como una industria cultural,[4] o creativa, que en los hechos lo mismo significa.

Bajo una reflexión similar, habría que analizar las propuestas legislativas de grupo parlamentario de Morena para proteger los conocimientos, las artesanías, el patrimonio cultural y, en general, cualquier elemento cultural e identitario de los pueblos diversos que integran México, para, de esa manera, alejarse de la lógica de los instrumentos internacionales vigentes, no ajenos —como se dijo antes— a la lógica neoliberal, que encuentran en la regulación de la mercantilización, es decir, en la reglamentación de la compra-venta, los mecanismos para la protección y salvaguarda de bienes que por origen son y deberían seguir siendo comunes, nunca susceptibles de ser patentados ni privatizados.

La primera iniciativa fue propuesta, e ingresada al Congreso por los senadores Ricardo Monreal y Susana Harp, el 20 de noviembre de 2018, con el título de Ley de Salvaguardia de los Conocimientos, Cultura e Identidad de los Pueblos y Comunidades Indígenas y Afromexicanas.[5] Y en ella, si bien se reconocen los derechos de autonomía y autodeterminación de los pueblos indígenas y equiparables —para este caso los afromexicanos—, por su contenido es violatoria de tales derechos al centralizar en las instituciones culturales los mecanismos de identificación y de salvaguarda, además que su eje central es establecer los procedimientos y los controles para la debida comercialización de lo que enuncia en su título, como si esa fuera la única y la mejor forma de su protección. Incluyendo, incluso, los montos (ridículos) de las multas que deberán pagar aquellos que utilicen y comercialicen los elementos culturales, de conocimiento e identidad, de los pueblos mencionados, sin la debida autorización de las comunidades que detenten (y comprueben) su propiedad. En suma, anticipan un jugoso negocio para los que, bajo el amparo de esta ley, despojen a tales pueblos de bienes culturales, de autoría colectiva, que durante siglos han sido parte sustantiva de su vida y reproducción.

La segunda de las iniciativas es la enviada por la senadora Susana Harp, el 26 de febrero de 2019,[6] para derogar y reformar varias disposiciones de la Ley Federal del Derecho de Autor, y así “proteger las obras producto de las culturas populares o de las expresiones de las culturas tradicionales”. Iniciativa que propone que para “toda obra o expresión cultural protegida deberá quedar manifiesta la autorización de uso o explotación por parte de la comunidad o etnia de la que le es propia”. La cual, entre otros aspectos, afortunadamente deroga el artículo 59, que señala: “Es libre la utilización de las obras literarias, artísticas, de arte popular o artesanal; protegidas por el presente capítulo, siempre que no se contravengan las disposiciones del mismo”. La iniciativa, sin embargo, deberá revisarse en su totalidad.

Como contexto para analizar las iniciativas señaladas, así como en general las políticas y acciones en el campo cultural mexicano, cabe recordar lo que algunos abogados progresistas han señalado sobre los límites del derecho, dentro de nuestro sistema económico actual, al señalar cómo el reconocimiento de derechos, generalmente, se encamina más a limitarlos, a establecer lo que no son y a lo que no pueden aspirar, que a satisfacer plenamente las demandas de los pueblos que han luchado por conseguirlos.[7] Reconocer para limitar y para orientar el sentido con que se ejercerán esos derechos parece ser una vieja práctica en nuestro país. Un ejemplo clásico es, sin duda, el limitado reconocimiento de la autonomía y la libre determinación de los pueblos indígenas, hecha en 2001 por los legisladores de los principales partidos políticos de México, y la cual acota y limita el alcance de las demandas del movimiento indígena nacional que apoyaba al EZLN.

Y una reflexión similar en cuanto a lo que significa la mercantilización de las culturas y del patrimonio cultural, nos debe ayudar en el INAH para saber de dónde venimos y a partir de allí proponer hacia dónde queremos ir, con el fin de construir nuestra agenda de trabajo y no reproducir, queriéndolo o no, los fines y las modalidades de las políticas públicas que nos enmarcaron durante los últimos cuarenta años de desarrollo neoliberal y cubrieron el país de prácticas devastadoras, de “proyectos de muerte”, como suelen calificarlos los pueblos en resistencia. En este punto, vale la pena recordar lo que señaló Guillermo Bonfil[8] cuando con justeza explicó que una política cultural puede privilegiar modelos institucionales de imposición cultural, dependencia y despojo, o puede apuntalar una perspectiva autónoma para el desarrollo de los Estados nacionales, y en esa medida fortalecer también la autonomía y la creatividad de los pueblos diversos que los componen. Y eso, digo yo, sin tener que vender su memoria, su historia, sus conocimientos, su patrimonio y su diversidad cultural. Es en ese marco, por lo tanto, que debemos responder hacia dónde debe dirigirse la Cuarta Transformación; y con ese marco, emprender nuestra labor dentro del INAH.


[1] Y que entró en vigor el 27 de diciembre de 1993; en la actualidad cuenta con 196 Estados parte.
[2] Que entró en vigor 12 de octubre de 2014; en el presente se integra por 100 Estados parte.
[3] Vid. Pierina German Castelli, “¿Por qué necesitamos avanzar aún más en la protección sui generis de la diversidad biocultural?”, en Protección, desarrollo e innovación de conocimientos y recursos tradicionales, coord. por Arturo Argueta, Martha Márquez y Martín Puchet (México: UNAM, 2018), 18-52.
[4] Vid. Maya Lorena Pérez Ruiz, “Reseña de la Ley General de Cultura y Derechos Culturales, promulgada en México en 2017”, Revista Cultura y Representaciones Sociales 12, núm. 27 (2018): 425-431, acceso el 23 de abril de 2020, http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S2007-81102018000100424&lng=es&nrm=iso.
[5] Ricardo Monreal y Susana Harp, “Iniciativa con proyecto de decreto que expide la Ley de Salvaguardia de los Conocimientos, Cultura e Identidad de los Pueblos y Comunidades Indígenas y Afromexicanas”, Gaceta del Senado, 20 de noviembre de 2018, gaceta: LXIV/1PPO-51/86279, acceso el 23 de abril de 2020, https://www.senado.gob.mx/64/gaceta_del_senado/documento/86279
[6] Susana Harp, “Iniciativa con proyecto de decreto que reforma y deroga diversas disposiciones de la Ley Federal del Derecho de Autor”, Gaceta del Senado, m artes 26 de febrero de 2019, gaceta: LXIV/1SPO-90/89827, acceso el 23 de abril de 2020, https://www.senado.gob.mx/64/gaceta_del_senado/documento/89827.
[7] Vid. Raymundo Espinoza, “Despropósitos normativos y estrategias jurídicas para la reivindicación colectiva de derechos”, en Economía política de la devastación ambiental y conflictos socioambientales en México, coord. por Andrés Barreda Marín, Lilia Enríquez Valencia y Raymundo Espinoza (México: Itaca, 2018), 209-295.
[8] Vid. Guillermo Bonfil Batalla, “De culturas populares y políticas culturales” en Culturas populares y política cultural, coord. por Guillermo Bonfil (México: MNCP / SEP, 1982).

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Narrativas Antropológicas, primera época, año 2, número 3, enero-junio de 2021, es una publicación electrónica semestral editada por la Dirección de Etnología y Antropología Soocial del Instituto Nacional de Antropología e Historia, Secretaría de Cultura, Córdoba 45, col. Roma, C. P. 06700, alcaldía Cuauhtémoc, Ciudad de México, www.revistadeas.inah.gob.mx. Editor responsable: Benigno Casas de la Torre. Reservas de derechos al uso exclusivo: 04-2019-121112490400-203, ISSN: en trámite, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización del número: Íñigo Aguilar Medina, Dirección de Etnología y Antropología Social del INAH, Av. San Jerónimo 880, col. San Jerónimo Lídice, alcaldía Magdalena Contreras, C. P. 10 200, Ciudad de México. Fecha de última actualización: 31 de diciembre de 2020.

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